LAS HORAS SOCIALES.
Al principio cuando la vi, pequeña y sonriente, hasta cierto punto flexible;
no tenía idea de los días que nos esperaban en sus manos; no sospechaba de su infinita capacidad de invención de necesidades inexistentes.
Estábamos: Melki,
Pepinillo, Herbert y yo de pie, a punto de vivir una experiencia nueva en
nuestras vidas que recién comenzaban.
El año de 1998 transcurría
sin mayor novedad, yo era un estudiante entonces, y cursaba tercer año, de
bachillerato
- Entonces… ustedes vienen
del liceo Técnico José de San Martin, ¿verdad? - Nos preguntó la directora del
kínder nacional de la colonia IVU, bajándose levemente los anteojos para poder
mirarnos mejor mayormente a Herbert que se retorcía las manos con nerviosismo.
- Si, venimos a ver si
usted nos permite realizar las horas sociales acá- le dije sin mucho rodeo.
La maestra se regodeó en
sus adentros y aunque cautelosa, pude percibir un brillo negrero en sus ojos
¡seriamos suyos durante las próximas 300 horas, para lo que a su cabecita se le
ocurriera!
La graduación estaba a la
vuelta de la esquina, la culminación a tres años de esfuerzo y sacrificio. Tres
años maravillosos que nunca regresarían; pero que habían sido bien
aprovechados. Habíamos adquirido un rebosante caudal de conocimiento y los
amigos eran abundantes. Hacía tres años
no sabíamos nada de contabilidad o economía, y hoy gracias al esmero de
nuestros queridos maestros entre ellos Juan José, a quien cariñosamente
llamábamos “Queiquito” y la enigmática Margarita, sobre quien podría con
facilidad escribir una novela.
Habían quedado bien
grabadas las clases de psicología, de la profesora “Toña” que tanto nos abrió
los ojos en cuestiones vedadas para unos pubertos como nosotros.
- Bueno, por hoy déjenme
la carta que les dio Franco (hablaba del director como si hubiese sido un
pupilo suyo allí en el jardín de niños) y regresen mañana para ver que pueden
hacer.
Nos regresamos cada quien
para su casa. Alguno pasaría por El Rey saludando al Cantinero. Yo debía
abordar dos buses para llegar hasta mi casa, así que tendría bastante tiempo
para pensar en el sacrificio que supondría dejar los fieros enfrentamientos
hasta la sangre con los ordenanzas, por las tardes, en partidillos de futbol,
en los cuales apostaba algo más que el dinero que me daba mi padre: la gloria y
el honor de ser el mejor futbolista del colegio (al menos en mi egocentrismo
juvenil).
Al día siguiente llegamos
puntuales como relojes. Aunque no tanto como la directora quien nos hizo pasar
a su oficina para poner las cartas sobre la mesa.
Aquella era una mujer de
unos cincuenta años, pequeña de estatura, y siempre estaba sonriendo, aun
cuando nos regañaba. Usaba lentes y tenía una dentadura perfecta. Las demás
maestras no las recuerdo, a decir verdad solo fueron como sombras, que nunca se
grabaron en mis recuerdos. No así aquella diminuta mujer que sonreía a menudo y
se bajaba los anteojos para vernos mejor… (Sobre todo a Herberto)
- Bien jóvenes, hemos
analizado su petición y hemos decidido que pueden realizar acá sus horas
sociales, habrá cosas que deberán hacerlas a diario como ir a botar la basura,
y hacer limpieza… lo demás veremos según la necesidad que se presente.
Así comenzó nuestra faena
en el kínder, todos los días hacíamos aseo e íbamos a botar la basura, a unas
dos cuadras de allí. Para llegar al basurero Debíamos pasar por una polvorienta
cancha de futbol que hacía que mis pies sintieran el deseo vehemente de patear
“la balona”
A veces plantábamos
árboles, para lo cual debíamos romper con una barra de hierro colado el
durísimo concreto, y terminábamos con las manos llenas de ampollas, otras veces
podábamos el césped, arreglábamos el techo o pintábamos las aulas.
Los chiquillos corrían
felices por los corredores en los recreos, ávidos de diversión, las maestras
aprovechaban para beber café y sostener una agradable tertulia- Nosotros
vigilábamos que ninguno se subiera a los árboles. Y de vez en cuando para
aliviar el aburrimiento azuzábamos a algunos para que limaran asperezas por vías
no pacíficas.
Una vez fuimos a asear el
salón de música, un cuartito precioso con mesitas e instrumentos que parecían
donados por los reyes españoles en épocas de la colonia. había flautas, una
pequeña marimba, muy chica y otros enseres, pero sobre todos sobresalía un
viejo piano de cuerdas rustico y perfecto el cual tocaba cuando podía. La
directora me llamó y me propuso que hiciéramos un coro de niños y que yo tocara
el piano… no acepte, por pánico escénico.
¡Ya me imaginaba en el
teatro frente a cientos de personas!
Ahora que el tiempo ha
pasado y tengo el corazón cansado y enfermo de añoranzas, lamento hasta las
lágrimas mi renuencia.
Los días pasaban y
nosotros laborando como afanosas hormigas, pero nuestro pensamiento solo estaba
en el conteo de las horas que nos faltaban. Aunque a veces por el invierno solo íbamos a pasar sentados toda la tarde.
Primero se iba poniendo
oscuro el cielo, y el viento comenzaba a doblar suavemente las copas de los
almendros que aspiraban el olor a tierra mojada, después venían las gotas unas
pocas primero y después el ejército completo de soldaditos que se levantaban en
el suelo cuando ya los charcos anegaban el pavimento. Entonces nosotros nos
quedábamos en unas banquitas en el corredor a ver caer la lluvia y conversar cosas
sin importancia.
Una tarde en que el sol
brillaba y las brisas de octubre comenzaba a pedir piscuchas la directora nos
llamó a su despacho, nosotros fuimos a regañadientes pensando en que cosa nueva
se le habría ocurrido ahora, estábamos seguros que pretendía exprimir nuestras
fuerzas hasta el agotamiento.
Allí estaba ella pequeña
como siempre, de pie, con un sobre en la mano y una sonrisa en los labios
Jóvenes –nos dijo- ya han
cumplido con su trabajo y ha sido un placer tenerlos con nosotros estos meses,
acá esta la carta donde, firmo sus horas…
—Miguelan.
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