viernes, 1 de diciembre de 2023

LAS HORAS SOCIALES

 LAS HORAS SOCIALES.

LAS HORAS SOCIALES
Al principio cuando la vi, pequeña y sonriente, hasta cierto punto flexible;
no tenía idea de los días que nos esperaban en sus manos; no sospechaba de su infinita capacidad de invención de necesidades inexistentes.

Estábamos: Melki, Pepinillo, Herbert y yo de pie, a punto de vivir una experiencia nueva en nuestras vidas que recién comenzaban.

El año de 1998 transcurría sin mayor novedad, yo era un estudiante entonces, y cursaba tercer año, de bachillerato

- Entonces… ustedes vienen del liceo Técnico José de San Martin, ¿verdad? - Nos preguntó la directora del kínder nacional de la colonia IVU, bajándose levemente los anteojos para poder mirarnos mejor mayormente a Herbert que se retorcía las manos con nerviosismo.

- Si, venimos a ver si usted nos permite realizar las horas sociales acá- le dije sin mucho rodeo.

La maestra se regodeó en sus adentros y aunque cautelosa, pude percibir un brillo negrero en sus ojos ¡seriamos suyos durante las próximas 300 horas, para lo que a su cabecita se le ocurriera!

La graduación estaba a la vuelta de la esquina, la culminación a tres años de esfuerzo y sacrificio. Tres años maravillosos que nunca regresarían; pero que habían sido bien aprovechados. Habíamos adquirido un rebosante caudal de conocimiento y los amigos eran abundantes.  Hacía tres años no sabíamos nada de contabilidad o economía, y hoy gracias al esmero de nuestros queridos maestros entre ellos Juan José, a quien cariñosamente llamábamos “Queiquito” y la enigmática Margarita, sobre quien podría con facilidad escribir una novela.

Habían quedado bien grabadas las clases de psicología, de la profesora “Toña” que tanto nos abrió los ojos en cuestiones vedadas para unos pubertos como nosotros.

- Bueno, por hoy déjenme la carta que les dio Franco (hablaba del director como si hubiese sido un pupilo suyo allí en el jardín de niños) y regresen mañana para ver que pueden hacer.

Nos regresamos cada quien para su casa. Alguno pasaría por El Rey saludando al Cantinero. Yo debía abordar dos buses para llegar hasta mi casa, así que tendría bastante tiempo para pensar en el sacrificio que supondría dejar los fieros enfrentamientos hasta la sangre con los ordenanzas, por las tardes, en partidillos de futbol, en los cuales apostaba algo más que el dinero que me daba mi padre: la gloria y el honor de ser el mejor futbolista del colegio (al menos en mi egocentrismo juvenil).

Al día siguiente llegamos puntuales como relojes. Aunque no tanto como la directora quien nos hizo pasar a su oficina para poner las cartas sobre la mesa.

Aquella era una mujer de unos cincuenta años, pequeña de estatura, y siempre estaba sonriendo, aun cuando nos regañaba. Usaba lentes y tenía una dentadura perfecta. Las demás maestras no las recuerdo, a decir verdad solo fueron como sombras, que nunca se grabaron en mis recuerdos. No así aquella diminuta mujer que sonreía a menudo y se bajaba los anteojos para vernos mejor… (Sobre todo a Herberto)

- Bien jóvenes, hemos analizado su petición y hemos decidido que pueden realizar acá sus horas sociales, habrá cosas que deberán hacerlas a diario como ir a botar la basura, y hacer limpieza… lo demás veremos según la necesidad que se presente.

Así comenzó nuestra faena en el kínder, todos los días hacíamos aseo e íbamos a botar la basura, a unas dos cuadras de allí. Para llegar al basurero Debíamos pasar por una polvorienta cancha de futbol que hacía que mis pies sintieran el deseo vehemente de patear “la balona”

A veces plantábamos árboles, para lo cual debíamos romper con una barra de hierro colado el durísimo concreto, y terminábamos con las manos llenas de ampollas, otras veces podábamos el césped, arreglábamos el techo o pintábamos las aulas.

Los chiquillos corrían felices por los corredores en los recreos, ávidos de diversión, las maestras aprovechaban para beber café y sostener una agradable tertulia- Nosotros vigilábamos que ninguno se subiera a los árboles. Y de vez en cuando para aliviar el aburrimiento azuzábamos a algunos para que limaran asperezas por vías no pacíficas.

Una vez fuimos a asear el salón de música, un cuartito precioso con mesitas e instrumentos que parecían donados por los reyes españoles en épocas de la colonia. había flautas, una pequeña marimba, muy chica y otros enseres, pero sobre todos sobresalía un viejo piano de cuerdas rustico y perfecto el cual tocaba cuando podía. La directora me llamó y me propuso que hiciéramos un coro de niños y que yo tocara el piano… no acepte, por pánico escénico.

¡Ya me imaginaba en el teatro frente a cientos de personas!

Ahora que el tiempo ha pasado y tengo el corazón cansado y enfermo de añoranzas, lamento hasta las lágrimas mi renuencia.

Los días pasaban y nosotros laborando como afanosas hormigas, pero nuestro pensamiento solo estaba en el conteo de las horas que nos faltaban. Aunque a veces por el invierno  solo íbamos a pasar sentados toda la tarde.

Primero se iba poniendo oscuro el cielo, y el viento comenzaba a doblar suavemente las copas de los almendros que aspiraban el olor a tierra mojada, después venían las gotas unas pocas primero y después el ejército completo de soldaditos que se levantaban en el suelo cuando ya los charcos anegaban el pavimento. Entonces nosotros nos quedábamos en unas banquitas en el corredor a ver caer la lluvia y conversar cosas sin importancia.

Una tarde en que el sol brillaba y las brisas de octubre comenzaba a pedir piscuchas la directora nos llamó a su despacho, nosotros fuimos a regañadientes pensando en que cosa nueva se le habría ocurrido ahora, estábamos seguros que pretendía exprimir nuestras fuerzas hasta el agotamiento.

Allí estaba ella pequeña como siempre, de pie, con un sobre en la mano y una sonrisa en los labios

Jóvenes –nos dijo- ya han cumplido con su trabajo y ha sido un placer tenerlos con nosotros estos meses, acá esta la carta donde, firmo sus horas…

 

—Miguelan.

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