sábado, 30 de agosto de 2025

AUTOMOVIL VARADO

 El vehículo ya no arrancó; poco después comenzó a llover, y la luz se hacía
cada vez más escasa. Mi esposa y el niño debieron abordar el último bus, que, retrasado, ascendía a vuelta de rueda por las faldas del volcán.

Con dificultad encontré un lugar donde dejar el automóvil, en un terreno anegado de boñiga vacuna, propiedad de un anciano llamado Abraham: de cabello blanco, voz aguardentosa y viejo conocido de mi suegro.

La lluvia seguía cayendo, fina, como si cada gota se hubiera fragmentado en otras más pequeñas que no descendían, sino flotaban en el aire. La temperatura bajó, y empecé a sentir las agujas del frío hincarse en mis carnes entumecidas.

Los árboles, altos y solemnes, parecían encender y apagar sus copas, como si cientos de estrellas colgaran de ellas en forma de frutos luminiscentes.

¡Eran luciérnagas! ¿Desde cuándo volaban tan alto?

En alguna charca cercana, las ranas entonaban una algarabía digna de la más alegre fiesta de pueblo jamás oída.

Noé y Abraham conversaban gesticulando con exageración, dibujando figuras imaginarias en el aire; parecían capaces de retroceder en el tiempo y volver a ser niños corriendo entre las fincas, o muchachos traviesos que salían a espiar a las jóvenes que iban a cortar café.

¡Sí, parecían viajar en el tiempo con sus sencillas, pero emotivas palabras!

Hablaban de viajes, cada uno más fantástico que el anterior. Algunos quizá fueran ciertos; otros, en cambio, tan inverosímiles como aquel: «Eran como diez guardias los que me perseguían, armados hasta los dientes. ¡Pan! ¡Pan! Disparaban, y las balas me zumbaban junto a las orejas...»

Yo, en silencio, preferí dejarles en paz y entregarme a mis propias cavilaciones.

Dejé que mi mente se perdiera en la maraña de recuerdos de una infancia que, paso a paso, devora el matapalo de los años y la monótona rutina de una vida que se vuelve, cada vez más, desabrida.

 

—Miguelan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario