cada vez más escasa. Mi esposa y el niño debieron abordar el último bus, que, retrasado, ascendía a vuelta de rueda por las faldas del volcán.
Con dificultad encontré un
lugar donde dejar el automóvil, en un terreno anegado de boñiga vacuna,
propiedad de un anciano llamado Abraham: de cabello blanco, voz aguardentosa y
viejo conocido de mi suegro.
La lluvia seguía cayendo,
fina, como si cada gota se hubiera fragmentado en otras más pequeñas que no
descendían, sino flotaban en el aire. La temperatura bajó, y empecé a sentir
las agujas del frío hincarse en mis carnes entumecidas.
Los árboles, altos y
solemnes, parecían encender y apagar sus copas, como si cientos de estrellas
colgaran de ellas en forma de frutos luminiscentes.
¡Eran luciérnagas! ¿Desde
cuándo volaban tan alto?
En alguna charca cercana,
las ranas entonaban una algarabía digna de la más alegre fiesta de pueblo jamás
oída.
Noé y Abraham conversaban
gesticulando con exageración, dibujando figuras imaginarias en el aire;
parecían capaces de retroceder en el tiempo y volver a ser niños corriendo
entre las fincas, o muchachos traviesos que salían a espiar a las jóvenes que
iban a cortar café.
¡Sí, parecían viajar en el
tiempo con sus sencillas, pero emotivas palabras!
Hablaban de viajes, cada
uno más fantástico que el anterior. Algunos quizá fueran ciertos; otros, en
cambio, tan inverosímiles como aquel: «Eran como diez guardias los que me
perseguían, armados hasta los dientes. ¡Pan! ¡Pan! Disparaban, y las balas me
zumbaban junto a las orejas...»
Yo, en silencio, preferí
dejarles en paz y entregarme a mis propias cavilaciones.
Dejé que mi mente se
perdiera en la maraña de recuerdos de una infancia que, paso a paso, devora el
matapalo de los años y la monótona rutina de una vida que se vuelve, cada vez
más, desabrida.
—Miguelan.
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