AMOR DE MICROBUS
Regresábamos cansados de
un viaje, del cual les contaré en otra ocasión, el primer día de diciembre del
horrible año de la pandemia, debiendo pasar a fuerza por Cuilapa para abordar
un microbús que nos llevaría hasta el lugar donde nos esperaba mi esposa.
Cuilapa, es la ciudad más
importante de departamento de Santa Rosa, sus calles son angostas y las casas,
se apretujan unas contra otras sobre un puñado de cerros que me recuerdan las
favelas brasileñas.
Como no teníamos demasiada
prisa nos subimos a un vehículo que aun esperaba turno para salir. Mi hijo se
quedó dormido casi de inmediato. ¡Pobre muchacho, habíamos caminado cerca de
siete horas sin descanso!
Decidí no molestarlo y me
entretuve pesquisando por la minúscula ventana la apretada agenda de los
lugareños.
Absorto como estaba, no me
di cuenta en qué momento se sentó en el asiento inmediato una muchacha;
maliciosa, de ojos negros y pestañas cargadas de rímel.
Detrás de ella cual lobo
rapaz iba el abusivo cobrador, quien sin pudor alguno se le arrimó pasando su
musculoso brazo lleno de pitas y un reloj barato por el cuello de la joven.
Temí que la fuera a estrangular.
Ella me vio de reojo, con
algo de vergüenza, cuando el joven de cabello hirsuto comenzó a besuquearla en
la mejilla.
Baje la vista para no
ciscarla y permitirle disfrutar con mayor libertad de su pecado, ¡vaya
desgracia! Mis ojos cansados se encontraron con el pantalón del inicuo cobrador
a medio trasero, dejando ver más de lo que cualquier persona honesta quisiera.
Aquel hombrecillo
lujurioso, cual rémora impúdica, a regañadientes se bajaba de vez en vez para
gritar: ¡Barberena! ¡Barberena! sin que nadie se subiera, entonces regresaba a
su lugar y continuaba el manoseo.
El ritual era el mismo;
pasaba su brazo vigoroso como de orangután, supongo que por pasar colgado de la
barra del microbús gran parte del día, y comenzaba a besuquear a la muchacha en
la mejilla, ella me veía de reojo y yo sonreía con complicidad o miraba por la
ventana.
¡Cualquier cosa, menos
bajar la vista de nuevo!
Al estar sentado en el
asiento inmediato, a escasos centímetros de los degenerados, el espectáculo era
imposible de superar.
El conductor, por momentos
dejaba su adulterio telefónico y le recriminaba sin mucha severidad:
— ¡Ahí viene gente mirá!
Y la escena se repite; el
cobrador se baja y llama más personas; se sube una muchacha y se acomoda en el
último asiento, o algún otro pasajero y asi hasta que llegó la hora de partir.
Entonces el recaudador de
monedas e insultos se enrolla, ¡Sí, literalmente! Se enrosca para continuar
ensalivando el cachete y la oreja de la sonrojada pasajera.
A veces se detenía el
vehículo para subir o bajar personas y darle algo de tregua a la permisiva
mozuela, y a los pasajeros que tratábamos de disimular la escena, que no
terminaría sino un par de kilómetros antes del lugar de mi destino, que fue
donde ella se bajó, ruborizada, volteando a verme por última vez.
Yo sonreí, de manera
perruna.
— ¿Lo sabrán sus
padres?—me pregunto, mientras la veo bajar la cuesta; viste jeans baratos y
zapatos deportivos, es enjuta de carnes; pero tiene cabello largo y el andar de
zorra.
¡Las historias que se
pierden los que nunca usan el transporte público!
No importa lo feo que sea
el cobrador, las féminas se mueren todas por ellos.
No importa si es ruta
urbana o rural, aun sabiendo que el microbús no les pertenece.
¿Cuál es el misterio?
Yo le llamo: “Embrujo de
microbús”
Enigma que hasta hoy, no
he logrado descifrar.
Si alguien lo sabe por
favor dejar un comentario.
—Miguelan 2020 (memorias)
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