LA CASA DEL ABUELO.
Los piñales apuñados a
orillas de los pedregosos y polvorientos caminos que circundan Copalillo, se
tiñen con el amarillo eterno de aquel sol que se grabó para siempre en el
amanecer de mis días…
Las vacas mugen con
pereza, mientras las manos bien lavadas de los corraleros tiran de las tetas
rebosantes de tibia y espumosa leche que será servida en “guacalitos de morro”
Sentado en un banquito, en
el corredor de la casa de adobes blanqueada con cal, un par de ojillos vivaces
observan con mirada inocente y curiosa. Es un flaquísimo muchachito, miedoso
hasta la medula, quien despereza los fantasmas de la noche anterior mientras el
penetrante olor de boñiga vacuna, impregna cada célula olfativa con fragancia
indeleble que llevara hasta su último respiro.
A un lado de la casa de
tejas y horcones estoicos al paso del tiempo, un gigantesco amate se eleva
colosal, con ramas que casi tocan las nubes, y raíces que orgullosas se posan
sobre la gigantesca roca blanquecina donde los boyeros ponen sal para que el
ganado lama con su lengua carrasposa, haciendo un ruido peculiar.
Un Volkswagen escarabajo,
perlado de sereno descansa en un claro debajo de unos palos de “jocote corona”
pelados, sin una sola hoja; pero cargados de colorados frutos que sin duda más
tarde serán devorados con avidez por una pandilla de jovencitos, chorriados e
hiperactivos, que el día anterior, se bañaron pelados en la poza de Las Animas,
llenando con su griterío el silencio de los vastísimos potreros donde crece
harto el Jaraguá y los palos de carbón negro…
Una mano suave se posa en
el hombro del pequeño rapaz:
¡Hola tocayo! –Dice con
dulzura.
¡Es el abuelo! Su mano es
suave y sus ojos desbordan serenidad y paz, en la otra mano lleva un tazón de
leche tibia y azucarada que extiende al chiquillo…
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