DE SAN MIGUEL A SOYAPANGO EN BUS.
Allí, por el Triángulo, donde está el China House; abordamos un bus de la ruta 304, el que viene desde La Unión. Casi nunca está vacío, pero en esa ocasión había muchos asientos para escoger.—Rahema, vámonos en este
asiento de tres, para que no te vayan restregando los sobacos en la cara todas
las vendedoras que se suban.
—Pero… allí va a dar el
sol.
—¿Y qué? Para eso hay cortinas.
Una señora discute con el
mot
orista, porque ya tenemos como veinte minutos de estar en ese lugar. El
conductor murmura algo con la boca llena de comida y continúa engullendo sus
pupusas, sin que, al parecer, le afecte un comino lo que vocifera la impaciente
señora. (Me recuerda el cuento del perro y el elefante, que leí en un almanaque
Escuela para Todos).
En Mercedes Umaña la
historia se repite: otra vez los gritos de la señora, correspondidos por los
respectivos gruñidos del conductor.
Finalmente, la desdichada
mujer se bajó en Soyapango, no sin antes armar otro revuelo con el conductor
—para disfrute nuestro—.
—Que le vaya bien, señora
—responde el acrisolado chofer, en una mezcla de alivio y paciencia.
Medité en la situación el
resto del viaje, para concluir que el ser humano es un animal de costumbres que
se adapta al medio en que vive. Quizá por eso el conductor, acostumbrado a
lidiar con pasajeros molestos, no dio muestras de estar enojado. Además, debía
guardar la calma: todavía le esperaba la trabazón allí por MOLSA.
Bajarse de un bus en la
terminal de Oriente significaba entonces enfrentarse a una multitud de taxistas
que se ofrecían a llevarnos a cualquier lugar del planeta por un precio más
barato. Algunos hasta se tomaban la libertad de tomar por el brazo a la
persona, situación comparable solo a la de regresar al mismo lugar y tener que
sentirse mal por desembarazarse, a veces de mala forma, de los múltiples
cobradores y malvivientes que se procuran una moneda consiguiendo clientes para
los insaciables motoristas.
—Miguelan. (memorias)
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